lunes, 31 de marzo de 2008

Historia de un desconocido sobre las vibraciones, infrasonidos, ultrasonidos, etc.

Hola Luki.
Acabo de ver tu blog y veo que tienes claro de qué va esto de la globalización. Por eso recurro a tí.
Si no se puede lo borras y punto. Tengo que decirte que lo empecé a contar a otra gente y se lo tomaron muy a pecho pero pronto se asustaron, alguién les dijo que “¿quién les aseguraba que no irían por ellos?”
No puedo culparles, ni a tí si alguna vez optas por negarme este vehículo de expresión.
Seguramente te preguntes por qué no lo edito yo directamente. Lógico, pero lo cierto es que ya lo hice y si tienes un poquito de paciencia lo descubrirás tu mismo.

Mi nombre no viene a cuento, ni debo decirlo; como tampoco puedo revelar el de todas las personas que irán apareciendo durante el transcurso de esta historia e incluso algún lugar será descrito pero no nombrado, o llamado de otra forma, o descrito con algún cambio... Vamos, que los parecidos con la realidad podrán ser porque sí o porque no. Bueno, os cuento:
Una tarde de Octubre, un Octubre seco, estaba en la penumbra del salón de mi casa cuando me percaté de cómo el cristal de la ventana resonaba con el ruido del motor de un camión que descargaba en la calle. Tengo que decir que mi calle era muy estrecha, un solo sentido, aceras minúsculas con bolardos que roban espacio al peatón y con trasiego continuo de vehículos de transporte, taxis y demás. Mi casa estaba en un exterior a dos alturas y casi podía tocar al vecino de los pares. Las ventanas, antiguas, eran de madera, de más de dos metros, con falleba y contraventanas y cuatro cristales a modo de cuarterones. En aquél momento las contraventanas estaban enganchadas por sendos pestillos pero las puertas estaban entornadas para dejar que se ventilara la casa y el aire corriera por el largo pasillo. Era el barrio de Lavapiés, en pleno centro de Madrid.
Aquella vibración de los cristales la había percibido muchas otras veces, pués el tráfico era excesivo casi a cualquier hora y día pero nunca capté cómo se propagaba por el salón, lo inundaba todo y hasta hacía sonar la puerta que comunicaba el salón con el pasillo.
Tanto me llamó la atención que de un salto me levanté y salí al pasillo para ver hasta donde llegaba la armonía.
Fue curioso: parecía envolver en un halo la mitad del pasillo. Justo hasta la puerta del baño ¡que también sonaba! Menos, pero aún sonaba. Me pareció alucinante. Tanto que empecé a poner atención cuando volvió a ocurrir y a descubrir el montón de veces que se producía.
Todavía resultó más chocante observar que ese ruido resonante me producía cambios en mi estado de ánimo. Había camiones que me “caían gordos”, otros me “adormecían”, los había que me estimulaban como si me hiciesen cosquillas en la coronilla (eran los turismos de gasolina, algunos claro). Descubrí una variedad casi infinita, pués no habrá dos motores que suenen igual, ni dos tubos de escape que orquesten la misma canción; Pero, desde luego, lo más impresionante y lo que me trajo más consecuencias, fue descubrir su efecto en mí.
¿Sería posible que un ruido pudiera provocar cambios en el estado anímico de las personas? De verdad que tuve que pasar un tiempo estudiandolo e incluso analizando el efecto en mi familia antes de siquiera contarlo a nadie.
Juan era un buen amigo y compañero de fatigas (teniendo por fatigas las, siempre cortas, tertulias con uno o dos, o más botijos) cuando le conté lo que había descubierto se partió el pecho dejandome pasmao.
¿Qué dices? Soltó antes de empezar a reir con su sonoridad habitual mientras yo pensaba que no tenía que haber hablado de eso con él. Después de todo ¿qué sabría él de ésto si no era más que un tío de pueblo dedicado a sus labranzas y demas labores del campo?
Pero traté de hacerle pensar en algún sonido capaz de alterarle y me dijo:
¡Hombre! Hace mucho, en la pólvora de Villaviciosa, algún gracioso tiró un petardo y recuerdo que se me revolvieron las tripas. Fue un ruido assqueroso-alargó la s- y nos dejó a todos “mu mosqueaos” y nerviosos, era como si un ángel hubiera pasado pero con mal de ojo. Al ratito me empecé a encontrar mal y casi echo la pota.
¿Te das cuenta? “Surnormal”, ves como si “pué” ser -Contesté rápido.
Te digo que lo he observado con Mila, y con Jorge, ¡joer y conmigo! Y es verdad, hombre no es un cambio de humor de pasar de la risa al llanto, pero que se nota, tío.
En el curro pregunté a quién supuse sutil por miedo al ridículo.
Tere, la de recepción que siempre estaba con el pinganillo en la oreja si lo vió
¡Sí! Pués claro -dijo, mientras me ofrecia el auricular- toma y verás como es cierto. Hay días que me saca de los nervios.
Será la regla -dijo Sonia- que esos días no te aguantas ni tú.
O el marido, que no cumple -Antoniose partió ignorando la respuesta de ambas.
Y hay algunos clientes que con su tono de voz me transmiten tranquilidad, alegría, sosiego, -continuó Tere.
Joer, pués no será el que llama del banco. Que tiene un vozarrón... Parece que está siempre mosqueao -le cortó Antonio.
Si también -reconoció Tere. Además, algún día he sentido cómo la impresora, cuando se tira mucho rato imprimiendo parece que retumba todo y, de verdad, ¡me entra un sueño!
Y qué sientes cuando llama el del banco -pregunté a Antonio.
Pués “na” que es un gilipoyas. ¿Qué “vi a sentir”? Vosotros fumais ¿verdad?
Sonia y Tere me miraron y se pusieron a lo suyo como si tuvieran mucho que hacer. No era mala gente Antonio, era buen compañero pero bruto era un rato, si.

Con todos aquellos datos y con mis observaciones, que eran las más determinantes, empecé a indagar sobre el tema. Lo primero fue san google y allí descubrí los infrasonidos y los ultrasonidos y que hay gente que oye colores.
Os cuento otro día lo que aprendí y cómo, y cómo ahí empezó mi gran problema.